Sus manos acariciaban lentamente mis hombros al tiempo que su nariz afilada recorría el contorno de mi cuello. Era tan fácil dejarse llevar, consentir que sus labios rozaran los míos, cerrar los ojos y permitir que su calor me envolviera... pero no. Caí en cuenta del fatal error cuando recordé las manos de Otro deslizándose -tiempo ha- sobre mi piel. No sólo fui violentada por el recuerdo, sino que además le añoré: deseé que éste fuese aquél Otro.
¡Ah, los recuerdos! Aparecen en nuestra mente evocados por algún detalle, un color, un sonido o un leve aroma; transportan el pasado al presente con un dejo de melancolía que se instala en el alma, a veces por breves instantes, otrora por largo tiempo. Así fue que en un acto tan sencillo como planchar su camisa de pronto el olfato me jugó una mala pasada trasladándome a una ciudad lejana ubicada en años remotos y bañada por un mar de plata. En ese instante tuve la certeza de mi gran equívoco, de mi terrible fallo: yo no debía estar ahí. Pero soy demasiado cobarde para admitirlo, por eso simplemente seguí planchando. Y tristemente sonreí.